Saber lo efímero del instante, y aún así buscar asirse
con lo eterno.
Amar con la impulsividad del suicida, del que sabe que
nada importa, del que conoce de la futilidad del todo.
Consumir al otro con desespero, tratando con ello de
arder en el mismo incendio. Volverse polvo y dispersarse con el cataclismo que
nos espera.
Fragmentar fuera de reconocimiento lo que se era en el
momento previo.
Saberse engañado por una esperanza propia,
consintiendo en el placer que trae su reiterada falsedad.
En la búsqueda por acercarnos a lo Real, nos dijimos
que el otro saciaba la falta.
(así
nos sobreponíamos a la nada)
Mentira necesaria para endulzar la angustia,
distraerla con la ingeniosa maquinaria de lo simbólico.
La hace asemejarse más al abstracto inefable que
constituye al deseo, y el escurridizo cambiar del objeto donde se sitúa.
Admirar la existencia ajena y perderse en el producto
anémico de su contemplación.
Colmarla de afectividad, y por ende, de sentido.
Aunque se esté consciente de su inevitable disolución en el absurdo.
Acercamiento ilusorio a la perfección, lo trascendental
y absoluto, por expectativas cuyo nombre resulta estéril, incluso si se creen
satisfechas. Pues lo que en verdad se anhela permanece en las sombras
(insuficiente su representación, suplencia de su esencia).
Maravillarnos con el paso de la estrella fugaz,
perdidos en el resplandor que desprende su estela antes de desvanecerse en
tinieblas insondables.
Sin embargo, queda en nuestra pupila el breve registro
de una luz que tuvo el mismo fin que tantas otras con anterioridad, la Nada.
El inicio es una contradicción que se revuelca entre
la creación y la destrucción en la danza repulsiva de dos serpientes durante la
cópula.
Un parpadeo en nuestro perpetuo mirar al abismo. Guiño
que lo distraiga de su labor de panóptico, no sin ser mirados con extrañeza por
el mismo.
Y en ese lapso de confusión, nos dejamos atraer y
guiar por la sangre del otro, reconociendo aquellas heridas que creíamos únicas
en nosotros y en un puñado de seres más (ya no se está solo).
El contacto más allá de lo físico y de lo intangible
alivia el excruciante bramido de nuestra angustia.
En un mundo donde impera el desacierto, donde se duda
de cada paso por dar, y cada camino posible, nos lanzamos decididamente al
abismo del otro.
Conjugamos nuestro lenguaje y expresión, los síntomas
que apreciábamos en nosotros y la realidad.
Y entonces, aquellos agueros negros en nuestro
interior participaron de la creación de ondas gravitacionales en la danza que
los atrajo. De tanto que han aniquilado con su consumo, su atracción y
encuentro resultaron inevitables.
Fusión de cuerpos encaminados a la destrucción.
Batalla entre voluntades ciegas pero decididas. Certidumbre vaga que tiene por
fin el acontecer de algo nuevo.
Formar una sola coraza que recubra nuestros seres
húmedos, extasiados por la ebullición de sus núcleos. Huir de la extinción con
la conformación del proceso, no así del resultado que se sabe ha de llegar.
Tras la danza, la repulsa de nuestros cuerpos se hace
presente. Llega en momento insospechado, allá cuando su todo asemeja armonía.
En la cúlmine de lo febril, partir cada uno a las
profundidades del averno antes habitado.
Volver exhausto a la oscuridad y al vacío.
A la espera inconsciente de un nuevo acto de
aniquilación mutua.
Por John Reed
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