Moe se levanta con mucho esfuerzo de la cama. Cada una de
sus articulaciones cruje y lo hace estremecer con el dolor. Pero es de mañana y
debe ir a comprar el pan para el desayuno. Se observa en el polvoriento espejo
frente a su cama. Su expresión cansada reluce aún más al ser enmarcada por la
tonalidad amarilla de su piel y ojos. Tras observarse un poco, le resulta obvio
el porqué de su apodo. “Moe”, como le comenzaron a llamar los niños de la
cuadra después de que le fue confirmada la hepatitis B. Cuando su piel se tornó
amarilla y comenzó a parecerse más al personaje de la caricatura.
Tras unos minutos de observar su cuerpo abatido por la
hepatitis y la cirrosis, finalmente se calza las sandalias para ir al baño. La
orina de color negro sigue llegando como una sorpresa sumamente desagradable.
Recordatorio de lo que busca olvidarse a pesar de su cotidianidad. Pese a lo
estable de su condición, no parece haber mucha mejoría aún con la gran cantidad
de medicamentos que debe tomar a diario. Sin embargo, la lucha que emprendió
para sobrevivir le dicta que debe haber esperanza, y que cuando menos lo espere
podrá volver a ser el de antes.
De vuelta en su habitación, se pone un pantalón deportivo
y una playera para ir por el pan. Debe apresurarse o para cuando llegue a la
panadería ya se habrán terminado las mejores piezas. Antes de salir recibe la
llamada de uno de sus hermanos. El pedido de carne llegará a la taquería más
temprano de lo habitual y hay que limpiar el establecimiento antes de que
llegue. Moe asiente y le dice que lo verá ahí después de que pase a la farmacia
a comprar la medicina que le hace falta. Cuelga y siente un vacío carcomiéndole
desde el interior de sus entrañas.
Día tras día es la misma rutina. Si acaso ocurren leves
variaciones de un día a otro, pero nada que venga a sacarlo del tedio de lo
ordinario. Sin más, toma su bicicleta y se monta en ella para salir rumbo a la
panadería. Al pasar por la calle se topa con los vecinos que también comienzan
su día. Señoras que van a hacer la compra, otros que marchan al trabajo, y los
niños que se dirigen al colegio. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo en esa colonia?
¿Cuántas personas que lo conocen y lo miran con un dejo de tristeza en sus
miradas? Los niños y adolescentes se mofan de él a sus espaldas por el color
enfermizo de su ser, comparándolo con un personaje cuya vida parece tan triste
como la suya.
Todos conocen de los infortunios por los que ha pasado y
que se han ido apilando por montones al paso de los años. Incluso cuando llegó
su enfermedad, parecía que era algo que se esperaba por todos de forma ambigua.
“Otra cosa más a la lista”, cual si se tratara de una serie de tragedias que
van en aumento de gravedad al pasar de los años. Los vecinos lo saludan a su
paso y el sólo alza la mano en señal de respuesta. No se siente con ánimos de
sonreír, no cuando su cuerpo cruje con cada pedaleo, no cuando hace un terrible
esfuerzo por aparentar serenidad.
Los rayos del sol golpean su rostro y el fresco viento
matinal le trae una repentina sensación de placidez. De pronto su mente vaga
hacia el pasado, a su juventud, aquellos tiempos que pasó en estas mismas
calles jugando con sus amigos. Los fugaces enamoramientos con las chicas de la
cuadra, y todas las peleas que tuvo en ese ambiente familiar y hostil. Al
observar las nubes surcando a lo lejos, no reparó en la alcantarilla abierta
que se encontraba a unos cuantos metros de distancia. Tan sólo se perdió en el
recuerdo, sin poder traerse de vuelta a la realidad cuando la llanta delantera
de su bicicleta se atoró en la alcantarilla. La colisión propulsó su cuerpo
hacia adelante y estampó su cabeza contra el asfalto.
Moe yacía inmóvil en el suelo. Un par de transeúntes se
apresuraron hasta donde se encontraba, pero al llegar se dieron cuenta de que
era ya demasiado tarde. La sangre comenzaba a expandirse bajo su cabeza como
una almohada funesta, y aunque los paramédicos no tardaron en llegar al lugar,
nada pudo hacerse. Moe había muerto. La contienda contra las calamidades del
destino, desamores y enfermedad, llega a su conclusión por un mero descuido.
Inocente distracción de la mente en la que se bajó la guardia, para quedar por
siempre atrapado en el recuerdo de tiempos mejores.
Por John Reed