sábado, 11 de febrero de 2017

Desespero



Puedo sentir cómo se aloja en mi nuca, creciendo a cada instante entre punzadas de dolor, como si alguien retorciera juguetonamente una navaja en mis vértebras cervicales. Su intensidad se incrementa, esparciéndose por todo mi cuerpo con la velocidad de mi pensamiento atropellado.

Mis ideas colapsan tan pronto como se erigen en el caos de mi psique, cual si fueran un millar de voces que gritan y se apagan al instante. No detienen sus bramidos, impidiendo cualquier sensación de paz en mi interior, nublando mi juicio y despojándolo de toda lógica que le guíe en el campo minado que es mi memoria.

La angustia taladra mis ojos, que no encuentran respuesta alguna ante lo que se les presenta. Y en mis oídos, la estática que corroe mis tímpanos.

Confusión.

Me arrastro como una bestia sedada en la búsqueda por aquello que logre colmarme, sin encontrar refugio que perdure contra los embates de mi tempestad, la misma que me ha acompañado desde tiempos inmemorables para mi consciencia.

Estaba ahí y surgió a la existencia junto conmigo. Fuimos escupidos por el mismo abismo al cual ansiamos regresar, pero no sin antes obtener aquello que siempre hizo falta y que pondría fin a la fútil búsqueda. Pues no se puede encontrar aquello que no se sabe qué es, cómo luce, o si es que acaso existe.

He ahí el motivo de la frustración que me asedia con cada despertar.

El propio organismo no sabe lo que sucede, pero trata de ajustarse al confuso lenguaje de la mente, que hace manifiesto su perpetuo estado de displacer ante una necesidad indefinida y cuyo origen se desconoce.

Claro, también conozco las satisfacciones, breves y tormentosas, pero tras el desengaño no puedo permitirme ceder a ilusiones cargadas de calma infértil y abrumadora. Aún más que la angustia, esa calma me aniquila, cercenando mi ser como un cordero en manos del carnicero.

Difícilmente se recupera uno de tal disgregación, sólo para sentirse nauseabundo a causa del engaño en que se permitió caer, con lo cual la insatisfacción se acrecienta, y con ella la angustia de sentirse aún más confundido, extraviado en un paraje sin una senda que lleve al punto previo.


Vagaré entonces, ciego, sordo y aturdido hasta la médula, sin lograr saciar jamás el deseo al que no puedo darle nombre.



Por J. Reed

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