¿Cuántas
veces me he encontrado en el mismo lugar? De cara al abismo, al borde del
precipicio. Con el gélido susurro del viento a mi espalda, aconsejándome
sutilmente que me arroje, que abandone toda lucha y ceda a la gravedad. El
pánico provocado por la altura era desquiciante y me paralizaba, imposibilitando
toda acción para apartar la vista del vórtice de tinieblas bajo mis pies.
Más
tarde comprendí que el vértigo que sentía no era el miedo a la caída, a ser consumido
por el vacío, sino el miedo ante un deseo alojado en las profundidades de mi
ser. Ese impulso de muerte que me petrificaba al colisionar violentamente
contra mi fuerza vital en una batalla encarnizada que apenas era capaz de
dilucidar.
¿Pero
qué significaba esto para mi existencia? Mientras que soy un ente con voluntad,
paralelamente ansío mi aniquilación, suspendido en una cuerda sin soporte que
ayude a dar fin a la incertidumbre. La nada y el ser como una serpiente
tratando de comerse por la cola, perdido en el absurdo que sólo concluirá con
la extinción de mi consciencia.
No
obstante, hoy no siento al espectro de la incertidumbre tomarme por los hombros
para guiarme a lo desconocido, y me encamino por cuenta propia a la cima. Mi
andar aumenta de velocidad a medida que mi voluntad se vuelve más determinante,
impulsándome a correr el tramo restante con el desespero del que nada a
superficie para evitar ahogarse.
Llego
a la cúspide falto de aire y con el pulso cardíaco está fuera de control, pero
el miedo ya no surte efecto alguno en mí y no altera la serenidad que siento al
poner los pies en el límite de la tierra, contemplando la infinidad
extendiéndose tras el horizonte.
No,
ya no existe el miedo a lo desconocido. Es mirar al abismo y sentir la urgencia
de arrojarse, de disolverse en su interior como el máximo desprendimiento de
uno mismo que se puede realizar.
Por J. Reed
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