sábado, 1 de abril de 2017

Unbearable




Detesto las dimensiones que ha alcanzado el absurdo en mi realidad. Ya no sólo el del exterior, nutrido por las voluntades y constructos de individuos que deambulan en la oscuridad, sino también por el conjunto de actos absurdos que suceden en mi interior y que inevitablemente manifiesto de una forma u otra, en mayor o menor grado, a través de mi difusa voluntad. Contradicciones, un doblepensar o disonancia cognitiva consciente, herramienta indispensable para forjar las máscaras que me veo obligado a utilizar día tras día. Actuaciones previamente ensayadas que me permiten participar de la ilusión colectiva. Desempeñar mi papel, los distintos roles que éste implica. Ahí se asoma nuevamente el absurdo. El verme forzado a participar en un juego al que no se me dio la opción de negarme. Lo más risible de todo es el abanico de fantasías prediseñadas a las que se tiene acceso en la actualidad, siendo la libertad la más ridículas de todas. La libertad, así como el control, no son más que una ilusión. Luces y sombras, todo parte del juego. Inicia cuando aún no se nace y concluye con la muerte. Esa es la única libertad no sujeta a condiciones, la que pone fin al absurdo de la existencia. Es infalible, la certeza de su llegada un hecho. Después de ella, tras la muerte de la consciencia, no queda nada. Somos bolsas de fertilizante esperando a cumplir nuestro destino.

Primero fue el abrir los ojos a los horrores de la realidad, del mundo. Los alcances de la conducta humana, de sus motivaciones, ambiciones y lo que estaban dispuestos a hacer para la satisfacción de necesidades insaciables. Futilidad. Con ello, valores e instituciones, los constructos histórico-sociales que cimentaban aquello que “era” para mí se vinieron abajo. -Ya no queda esperanza alguna en lo trascendental, pues tal cosa no existe, es todo una broma cósmica- La única solución fue reconstruir, a la vez que borraba los vestigios del pasado. Ya no me son útiles tales cimientos, tuve que desprenderme de ellos. Sin esperanza, sólo quedó mi voluntad para dejar de pender de la cuerda sobre el abismo en la que me encontraba. Pisar tierra firme y percatarme de que la incertidumbre es aún mayor de lo que solía ser. Y seguir adelante, continuar moviéndome a través de la densa neblina.

Posteriormente, la náusea se fue haciendo presente poco a poco. De forma esporádica, aleatoria. Se encontraba al acecho y nada podía hacer contra su letal ataque. Terminó por consumirlo todo, sin dejar un solo aspecto o elemento fuera de su alcance. Qué irritable resulta despertar, tener que vivir y realizar cosas a las que se está obligado como parte de un contrato al que uno jamás consintió. Tanto las expectativas propias como las ajenas causan un malestar general, la incomodidad con las cosas, las personas, sus discursos, con uno mismo. Con la existencia. Sin saberlo, la maquinaria del absurdo estaba puesta en marcha y me encontraba cayendo en el vórtice del sin sentido. Del caos y la incertidumbre. El descenso no tiene fin, pero es el único camino a seguir. Entonces comprendí. Es el Absurdo. Ha anidado en lo profundo de mi consciencia. Yo soy el Absurdo.

Las contradicciones que me conforman no escapan a mi vista. Son acumuladas para posterior análisis. Debe ser así. De lo contrario, el hecho eludiría mi observancia, perdiéndose en una secuencia interminable de acciones fútiles, todas parte de la rutina, de lo indiferente, intrascendente. Si no es que todo concluye en eso, en una bruma impenetrable. Aunque no hay evidencia de que las cosas no sean así. Mi memoria es un lugar confuso, con parajes contrastantes en sí mismos. No hay un recuerdo placentero que no esté acompañado por la agonía y el desespero del momento. Puedo rastrearlo tal vez allá de los diez u once años de edad. A lo largo de una adolescencia de la cual sólo recuerdo pocas impresiones, y que he adicionado con percepciones ajenas sobre la misma. El resto permanece inaccesible a mí. En la década pasada e incluso ahora, para recordar cuando sucedió un hecho y en qué época de mi vida me encontraba, debo hacer un recuento, un camino ambiguo con el cual dar con la respuesta correcta. Sin embargo, algo cambió. Mis últimos años son aún más indecifrables. Si bien antes podía hacer una diferenciación entre mis llamadas “épocas buenas y malas”, ahora comprendo que mi concepción sobre las mismas era errónea, tan sólo una reconfortante ilusión para evitar ver la realidad. Comprendo la necesidad de mi inconsciente, de aquellos otros yos que me conforman, por protegerme de la verdad -si es que acaso se le puede llamar así-. Pero siempre me ha resultado peor darme cuenta del engaño, de las falsedades en mi raciocinio, de mis representaciones tergiversadas.

Si se es consciente de las distorsiones no sólo pasadas, sino también de las que puedan estarse ocultando en el presente, ¿en qué puedo confiar? No hay nada sólido, tangible. Incluso mi sufrimiento permanece inaccesible a mí. No puedo hundirme en sus gélidas aguas y la quietud de su oscuridad. Camino sobre la superficie congelada, sintiendo cómo quema las plantas de mis pies a medida que el frío asciende por mi cuerpo y me colma. Pero no importa cuánto lo intente, por más que intento acceder a ello, mis puños no logran romper el cristal. Mi único recurso es recostarme y dejar que la ventisca me envuelva, prolongando y dándole un matiz distinto a mi agonía. Estar suspendido en el limbo, sin nada a lo cual asirse. Sólo el vacío que lo abarca todo, cada rincón y aspecto de mi vida, consumiendo incluso aquella satisfacción que ocupaba el puesto máximo para mi existencia, el motivo por el cual decidía postergar el absurdo un par de años más cada que llegaba el término previamente establecido.

Sólo me queda la escritura como el último recurso para permanecer orbitando la periferia del desquicio que me atrae hacia sí con la fuerza de un agujero negro. La escritura como lo único que da certeza sobre mi existencia. El único registro fidedigno de que estuve y continuo aquí. De que no soy sólo un fantasma varado en una diminuta roca que viaja a la deriva en la infinidad del cosmos sin llegar a hacer contacto o comunicarme con los otros. Pues qué certidumbre pueden tener al respecto de mi ser si mis máscaras sólo representan pequeñas partes de mí que prestan auxilio a la socialización, revelando sombras transitorias de mi deformado ser. Escribir para delimitar mi esencia, para depurarla de atributos externos. Para acercarme a lo real aunque me desplace dentro de lo imaginario. Para mantener la cohesión de mi estructura física y mental, evitando deshacerme con una simple brisa. Soy las palabras que utilizo, sus significantes, el punto de partida de mi discurso, aquel lugar en la existencia desde el cual me sitúo para conformar el resto, aquello que se oculta en las salas ocultas de mi inconsciente; incluso aquello que desprecio de mi ser, y aquello que no soy yo pero que se encuentra en el universo por exclusión aunque no se me represente.

Escribo como el más grande acto de optimismo que puedo realizar. Soy el Arthur Shöpenhauer abatido por la consciencia de que la existencia es sufrimiento y, que si todos nos encontramos en el mismo estado de indefensión, no hay motivo para provocar más dolor al resto de los seres sensibles. El que sabe que la voluntad para vivir es lo que me mantiene atado a la existencia.

Soy el Friedrich Nietzsche que se sobrepone a mi propia aniquilación. El que crea los significantes de los valores que rigen la voluntad encaminada a lo que deseo. Aquél que perdió la cordura al ver a un caballo ser apaleado por su conductor y se apresuró a su lado para abrazarlo y gritarle que lo comprendía, pues yo soy el caballo.

Soy el Sigmund Freud que se percata de las dificultades que conllevan las relaciones humanas y de su propia infelicidad. El que vive en constante estado de ansiedad y frustración al no obtener el placer anhelado, pues éste se ve anulado por mi propia neurosis. La dualidad entre lo apolíneo y lo dionisíaco. La batalla entre el Harry Haller y el Lobo Estepario del que hablara Hermann Hesse.

Soy el Jean-Paul Sartre confundido por la forma en la que el mundo se me presenta y el absurdo de atribuir elementos a las cosas que realmente no tienen. El que se encoje aterrado al saber que las posibilidades futuras son infinitas, pues no hay un orden establecido, y que sólo estoy aparentando saber lo que hago dentro de las tinieblas de la existencia. El que sabe que nada “debe ser”, pues somos entes con libertad de ser o no ser, y que las cosas no deben categorizarse, ya que no hay tal cosa.

Soy el Albert Camus que se encuentra alienado del mundo, incapaz de compartir sus valores a plenitud, pues sabe que nada tiene sentido y las justificaciones de los otros no alcanzan a satisfacerlo. El que se cuestiona si debería o no quitarse la vida, pues cualquier otra pregunta resulta inferior a ésta cuando se concluye que nada tiene sentido. El que sabe que el absurdo impera en cualquier contexto en el que me encuentre, y que he de sacar el mejor partido a las situaciones que se me presenten, por más pesimistas que las posibilidades me puedan resultar.

Soy el Michael Foucault que no se adecuó a lo que se esperaba a él. El autodestructivo, el que piensa en el suicidio, aquel que saturó su mente con imágenes de tormentos inimaginables al resto, el demente que no se ajusta a lo preestablecido. El que indaga en él, y en su pasado, para descubrir soluciones para los problemas urgentes de su presente, deconstruyendo las nociones del ahora, y utilizando el conocimiento del pasado para seleccionar formas superiores para hacer las cosas.

Soy el Jacques Lacan que busca comprender su propia identidad al saber que en el interior se es un flujo constante de consciencia; repleto de pensamientos, deseos e imágenes, completamente ambivalente, pero mostrando al exterior un ente estable que no suele mostrar lo que sucede en su interior. Consciente de que ni las palabras o mi apariencia externa lograrán comunicar lo que ocurre en mí. El que comprende su soledad incluso cuando se estaba junto a la persona amada. El que aceptó el amor que siente por ella como un hecho a pesar de que soledad no se desvaneciera con su presencia y la distancia sea insondable entre ellos. El que sabe que la decepción vendrá ante la realización de los ideales revolucionarios, pues se busca remover un orden por otro, un amo por otro, un tercero que cambie la situación actual como el padre que viene a nuestro auxilio cuando nos hemos metido en un aprieto. Aquel que se analiza a sí mismo como parte de su forma estructural de pensar para poder aliviar lo que lo aqueja.

Soy Carl Sagan lanzando el Voyager 1 y 2 a la oscura y fría inmensidad del cosmos con la esperanza de que otro ente reciba el mensaje y conozca aquello que fui. El que quiere comprender el universo mediante la evidencia, a lo observable, y no maquillarlo con fantasías reconfortantes que lo oscurezcan. El que se sabe diminuto, efímero e insignificante frente a un universo indiferente que nada sabe o sabrá de nosotros pues sólo somos una herramienta para que se conozca a sí mismo. El optimista que confía en que la humanidad evitará su propia aniquilación antes de lograr explorar el cosmos y desentrañar los misterios que contiene para nuestro limitado y siempre cambiante entendimiento sobre el mismo.


Escribo como el acto más trascendental para mi existir, y tal vez el más fútil. Escribiré hasta que muera. Moriré cuando ya no pueda escribir. Existo por ese simple motivo. Es lo único que me queda, no hay nada más. Y eso me resulta insoportable. 



Por John Reed

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