domingo, 1 de julio de 2018

Love Inside the Void




Saber lo efímero del instante, y aún así buscar asirse con lo eterno.

Amar con la impulsividad del suicida, del que sabe que nada importa, del que conoce de la futilidad del todo.

Consumir al otro con desespero, tratando con ello de arder en el mismo incendio. Volverse polvo y dispersarse con el cataclismo que nos espera.

Fragmentar fuera de reconocimiento lo que se era en el momento previo.

Saberse engañado por una esperanza propia, consintiendo en el placer que trae su reiterada falsedad.

En la búsqueda por acercarnos a lo Real, nos dijimos que el otro saciaba la falta.                                

                                        (así nos sobreponíamos a la nada)

Mentira necesaria para endulzar la angustia, distraerla con la ingeniosa maquinaria de lo simbólico.

La hace asemejarse más al abstracto inefable que constituye al deseo, y el escurridizo cambiar del objeto donde se sitúa.

Admirar la existencia ajena y perderse en el producto anémico de su contemplación.

Colmarla de afectividad, y por ende, de sentido. Aunque se esté consciente de su inevitable disolución en el absurdo.

Acercamiento ilusorio a la perfección, lo trascendental y absoluto, por expectativas cuyo nombre resulta estéril, incluso si se creen satisfechas. Pues lo que en verdad se anhela permanece en las sombras (insuficiente su representación, suplencia de su esencia).

Maravillarnos con el paso de la estrella fugaz, perdidos en el resplandor que desprende su estela antes de desvanecerse en tinieblas insondables.

Sin embargo, queda en nuestra pupila el breve registro de una luz que tuvo el mismo fin que tantas otras con anterioridad, la Nada.

El inicio es una contradicción que se revuelca entre la creación y la destrucción en la danza repulsiva de dos serpientes durante la cópula.

Un parpadeo en nuestro perpetuo mirar al abismo. Guiño que lo distraiga de su labor de panóptico, no sin ser mirados con extrañeza por el mismo.

Y en ese lapso de confusión, nos dejamos atraer y guiar por la sangre del otro, reconociendo aquellas heridas que creíamos únicas en nosotros y en un puñado de seres más (ya no se está solo).

El contacto más allá de lo físico y de lo intangible alivia el excruciante bramido de nuestra angustia.

En un mundo donde impera el desacierto, donde se duda de cada paso por dar, y cada camino posible, nos lanzamos decididamente al abismo del otro.

Conjugamos nuestro lenguaje y expresión, los síntomas que apreciábamos en nosotros y la realidad.

Y entonces, aquellos agueros negros en nuestro interior participaron de la creación de ondas gravitacionales en la danza que los atrajo. De tanto que han aniquilado con su consumo, su atracción y encuentro resultaron inevitables.

Fusión de cuerpos encaminados a la destrucción. Batalla entre voluntades ciegas pero decididas. Certidumbre vaga que tiene por fin el acontecer de algo nuevo.

Formar una sola coraza que recubra nuestros seres húmedos, extasiados por la ebullición de sus núcleos. Huir de la extinción con la conformación del proceso, no así del resultado que se sabe ha de llegar.

Tras la danza, la repulsa de nuestros cuerpos se hace presente. Llega en momento insospechado, allá cuando su todo asemeja armonía.

En la cúlmine de lo febril, partir cada uno a las profundidades del averno antes habitado.

Volver exhausto a la oscuridad y al vacío.

A la espera inconsciente de un nuevo acto de aniquilación mutua.


Por John Reed